jueves, 26 de mayo de 2011

Misantropía

La misantropía me ha significado desde el comienzo de mi existencia un genuino acto reflejo. Desde los primeros días de mi vida, a decir de mis padres, mostré una propensión exagerada a evitar el contacto con cualquier persona que me resultara apenas un poco desconocida; parece ser que desarrollé una aversión inmediata a cualquier par de brazos que no fuesen los de mi madre; no toleraba la mínima demostración física de cariño sin estallar en un llanto molesto e irritante que bien pronto alejó a los bienintencionados pródigos de caricias. Pudiese suponerse por lo anterior una relación estrecha o una dependencia rayana en lo enfermizo con mi progenitora, sin embargo, nunca fui demasiado necesitado de su protección, además de que la educación que ella recibió la hizo proclive a parecerse más a una máquina de insultos y correctivos medievales que a la figura cariñosa y abnegada que le asigna nuestra ridícula y penosa idiosincrasia. Al parecer, la acepté por ser el humano más inmediato que conocí y por la inmutable razón de no querer entablar intimidad con nadie más.

La relación que tengo con aquellos que los otros suelen llamar sus semejantes es bastante compleja. No es tan sencillo de definir. No se reduce al tipo de aversión adolescente hacia todo aquel que no comulgue con algún conjunto de ideales recién adquiridos y prontamente mutados hacia algo más bizarro, más contestatario o más cool. Por mi parte, nunca he idolatrado al Che o a Frida ni tampoco he usado huaraches de llanta o morrales de pelo de conejo. Nunca he ido a una aglomeración a desquiciar el tráfico a favor de la disminución de contaminantes ni he usado pasamontañas bajo el inclemente sol de mayo, aunque puedo afirmar que tampoco llego a ser manifiesto fan de Shakira o a declararme de meditada filiación panista. Nunca he cuestionado críticamente a la izquierda ni condenado sistemáticamente a la derecha. Ambos grupos y todas sus variantes me cagan de forma natural, sin análisis sesudos. Mi aversión es tan honesta y espontánea como democrática.

La misantropía que profeso es permanente, pero es también incongruente, no tardará en evidenciarse aquí mismo cuanto. Aclaro que la inconstancia no ha sido nunca una de sus características, ni siquiera de forma temporal. La pinche gente me desagrada todo el tiempo. Y con gente defino a todo aquello que trague y además hable o al menos gima y que no se encuentre de mi piel hacia dentro. No la tolero, es tortuosa la convivencia. Me causa escozor, asquito, incomodidad extrema, vómito y diarrea con pus.

Tengo muchos amigos. Podría fácilmente tener un número doscientas veces mayor – mucho más ahora con el abaratamiento de la amistad vía electrónica-. Sin embargo, un extraño padecimiento mental que padezco desde siempre me hace proclive a mutar mi personalidad cada tiempo indeterminado. Puedo ser incluso –y lo he sido en más de dos ocasiones- el alma de la fiesta, el amigo de todos los niños, el pan de dios con las señoras mayores, el valiente que se quita la camisa por un buen camarada. No sé en qué desorden mental postraumático esté fincada la duración del periodo temporal entre una personalidad y otra, lo único que sé es que depende totalmente de mi voluntad y que en la mayoría de las ocasiones esa voluntad llega a ser excesivamente terca y me estaciono durante años en una apatía total por el cambio. Y por lo general sucede que no muestro el mínimo interés por cambiar justo cuando la cara visible con la que ha caído el azaroso icosaedro de mi personalidad es la más desagradable. Tal como ahora.

Trabajo con gente. Soy vendedor ambulante. Un nefasto capitalista lumpen que lucra con la fuerte ansiedad de los compulsivos consumidores de aliviar ese afán furioso por pertenecer ellos también a la raza privilegiada que puede darse el lujo de gastar en un artículo tan innecesario y superfluo como los que yo vendo: libros.

Todo el tiempo es un jaleo entre la parte de mí que desea sobrevivir con un nivel de vida superior al que me brindaría el salario mínimo que como máximo obtendría en cualquier trabajo que tasara justamente mis capacidades y la que quiere evitar a toda costa cruzar más de dos palabras con cualquiera cuyo cuerpo expela desechos. Suele ganarme la vanidad, la inherente inclinación a lo suntuario que tenemos los desprotegidos: me gusta comer al menos dos veces al día. Me esfuerzo entonces por ser el más agradable y servicial, el más atento y simpático. Lo que logro es bien distinto. Se encontraría una alegría mucho más honesta en el miembro flácido de un asno o en un trozo de papel sanitario económico vuelto a usar. Mi sonrisa es lo más parecido a una patada en los huevos. No poseo lo que se llama un ángel; parecería más bien que sobre mis hombros cargo el consejo amable del señor estiércol.

Me agrada ser así. Amo la antipatía, pienso que me preserva, que me sublima y santifica. Soy un nihilista, un descreído absoluto, un maldito cerdo heresiarca, irreverente hasta el sacrilegio. Luego entonces hay cierta uniformidad en mi incongruencia. Me persigno todas las noches y encomiendo al buen señor mi resguardo y mi sino. Llevo años orando a Santa Mónica bendita por su protección nocturna y rogando a San Cayetano la bendición del lecho donde me toque pernoctar, pero al mismo tiempo ignoro si Santa Mónica perteneció a la vida galante antes de su canonización y me conmueve demasiado poco si San Cayetano se sacó los ojos con las uñas o aplastó sus genitales entre dos rocas antes que negar al Dios vivo.

De hecho, me conmueven nulamente demasiadas cosas. No poseo una conciencia social. Soy un miserable que no da limosna a los ciegos, que no concede deferencia alguna a los inválidos -además de ocupar sus cajones de estacionamiento en el súper-, y que después de haber sido testigo directo de las cantidades de dinero que puede llegar a ganar un niño de la calle, nunca concedo más de un par de pesos por la limpieza de un parabrisas. Puede notarse que además no muestro interés alguno en utilizar un lenguaje políticamente correcto por el simple hecho de que pienso que al usarlo las palabras pierden sustancia, que no significan lo que deberían.

Un ciego no es un simple débil visual, es un ciego, con toda la tragedia y carga metafísica que esto implica. Su vista no está debilitada: es nula. Y hay una palabra exacta para definir eso y ni siquiera es una palabra tosca o viscosa: ciego. Simple. Y cualquier aparente atenuación verbal de su condición es doblemente denigrante. Un cojo es un cojo, un idiota es un idiota y un puto es un puto. Existen subclases y ramales más específicos: maricón, lilo, joto, loca, vestida y aunque es cierto que existen subgéneros, todos se agrupan graciosamente bajo el epíteto de puto y, por encima de ello, siempre habré de defender que todos están en su libre y total derecho de meterse las entidades y órganos que deseen por donde mejor les venga en gana siempre y cuando no atenten contra mi condición de heteroflexible limitado y mocho.

Establezcamos entonces que soy una persona en extremo respetuosa. Retomemos luego el origen de este texto. Puedo convivir armónicamente con mis congéneres, siempre y cuando no sea demasiado tiempo. Ese demasiado tiempo es directamente proporcional a lo estúpido que me resulte el interlocutor en cuestión (debe haber una interlocución para evaluar su estupidez, ya que todo aquel que permanece en silencio cerca de mí, merece al instante una opinión de genial de mi parte). No padezco un síndrome definido, ni soy un retraído que se agazapa detrás de su cerebro a hacer series de números elevados a determinada potencia. No se me cae la baba ni visto los suéteres de mi abuela. No arrojo objetos ni tiro mordidas si me enfurezco. De hecho, pocas veces me enfado.

Incluso, ahora que lo pienso, puedo decir que hay personas que me agradan. Me agradan las personas que compran libros -los que yo vendo, por supuesto-. Además, tolero a la gente que promete comprarme en una próxima ocasión y hasta soporto estoicamente a aquellos que pasan cerca de mí. ¡incluso les respondo si me preguntan la hora!

Esto habla de que he sabido atenuar de forma conveniente mi condición de misántropo. Puedo decir que incluso pasaría por uno de ellos por lo esforzado que he sido para aprender sus códigos.

El reo intenta sobrellevar y disfrutar la cotidianeidad sin tener la menor duda acerca de su condición. El héroe es héroe a pesar de condiciones en extremo hostiles, de hecho, a partir de ellas. Un millón de veces vibró en mi espíritu lacerándolo y volcándolo la duda atroz acerca de quién era yo, de cuál era mi papel. ¿Soy humano cómo ellos o me toca representar algún papel principal? ¿Seré acaso la personificación de la parusía, el mesías redentor, o al menos el nuevo ídolo de Guamuchil? Temprano en mi adolescencia me convencí de que no tendría pelo en pecho y que mi barba sería tan poblada como panochita de asiática prepúber. Desistí entonces de mis ínfulas de filiación divina obteniendo, no obstante, una respuesta tranquilizadora: No estaba destinado a salvarlos, luego entonces, nada tenía que ver con ellos.

No los odio. El odio implica sentimientos de admiración previa. Todo se reduce a una aversión.

Me cagan:

Los pretenciosos de cualquier índole. Los que se visten como jodidos sin estarlo, los que se visten como pudientes a costa del reclamo de sus intestinos, o los que pretenden vestirse sin ningún estilo y ofenden mi vista con sus elecciones grisáceas carentes del mínimo sentido de autoestima u originalidad.

Los originales. Los que se rasuran un lado del cráneo, los que se hacen una perforación junto al ano. Los que utilizan botas que inutilizan sus rodillas, los que se tatúan en el perineo algo más parecido a un hígado cirrótico que a un sagrado glifo. ¿En verdad la putrefacta larva que habita dentro de sus penosos cráneos logra engañarlos a tal grado que piensan que la brillante idea evidentemente a ellos se les ocurrió? Tristeza de género es el humano. Grises criaturas en serie. Sólo Barbie tiene la suficiente dignidad como para elegir una personalidad diferente cada día.

Los tiranetas, los enterados, los monotemáticos. Aquellos que a huevo te quieren convencer de que si pides el azúcar en bolsa, es como si en persona fueras a poner las manos alrededor del cuello de cientos de delfines en el Ártico y apretarlas con odio rabioso y total crueldad.

Los darkis. No hay una tribu urbana que me cause más conmoción que la de estas pobres criaturas. ¿Qué mierda puede tener por cerebro un cabrón que se vista como muñeca de porcelana para tragar tacos de canasta bajo un pinche sol rabioso que emana criminales rayos ultravioleta?, ¿qué puto gusto bizarro e intolerante para asumirse como dueños de la verdad absoluta porque portan un crucifico invertido de dudosa manufactura y se paran las greñas con aquanet o algún sucedáneo más económico adquirido en Waldos Mart?

En este país somos racistas inherentes, genéticos; aquel que diga que no lo es, está mintiendo y negando su condición humana. Todos somos el naco de alguien más, el jodido del otro. A mí me cagan ambos: el que usa el reloj que siempre he deseado y el que porta esa horrenda playera que ni bajo amenaza de muerte me pondría.

En fin, podría sin problema alargar ad infinitum una lista que simple y llanamente incluye a todo aquel que no soy yo. Después de todo, la totalidad de ellos tiene su origen en una muy larga y accidentada evolución de algo así como una horrible lombriz que en algún momento y trascendiendo innumerables penurias llegó a adquirir el digno y grandioso estatus de simio pelón.